
"La mejor forma de olvidar a una mujer es convertirla
en literatura”. Esta frase de Henry Miller es para mi una de las célebres sentencia mas contundentes acerca de la vida en términos del amor y el duelo.
Cuantas veces uno a paso noches en vela, mirando atentamente
un techo extraño, en el cual tras unos minutos de contemplación, devienen los recuerdos de una amor pasado y sucumbiendo la
mente a la intranquilidad por no poder cambian lo incambiable.
Amargamente cae uno en una repetitiva nostalgia que no desaparece ni al recorrer las calles de una
ciudad como Bogotá, la cual en tu total belleza no ayuda a mitigar el amargo sabor en los labios. Tampoco sirve de mucho un buen consejo, ni siquiera hacer una nueva amistad, caer de nuevo en un vicio olvidado o enrolarse en una nueva relación que al final del día ayude ha minorar el pesar que aqueja al corazón.
Dejaremos pasar dulces momentos y viviendo el día a día como un robot aletargado al cual la vida no l significa mas que un laberinto sin salida. Pero cierto día llega lo inevitable, ante la hora mas oscura
de nuestra existencia, uno decide confronta la razón en contra de aquel mundo que conjuntamente crearon en sueños. Es aquí cuando uno abraza la propia angustia y devora poco a poco
su mas inevitable realidad; "como se marchita la flor de loto que nació de aquel
amor que nos juramos en los lagos del shambhala".
Es en este preciso momento, entre el crepúsculo y el
amanecer, cuando las letras fluyen, es cuando la mente desahoga su llanto
acumulado y convergen en un mismo instante el pasado y el presente, observas como tus manos son poseídas por la demencia de el verbo en prosa escritas en rojo carmín. Una vez exhausto y
hambriento de vida, despierta en ti un corazón adormilado y cuyo latido ayuda a ponerse de pie y
emprender la inevitable marcha de un hombre leve ...